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Ganó la plaza opositando con los mejores de España, y convirtió a la Villa en un Conservatorio de fama nacional.
Es profesor de Música desde 1887
Don Martín, añoso pero ágil, encorvado sobre el teclado, abrió al azar el primer libro amarillento que había en la consola.
Un viejo Cavaille-Coll ¡pero qué sonido todavía! Las techas han perdido su brillo y blancura; los enganches están gastados de tanto combinar registros. Fué estrenado en 1091, justamente el mismo año en que don Martín tras reñida lucha obtenía la plaza que todavía ocupa.
Treinta y un opositores se disputaron la organista de Valmaseda; vinieron los mejores que entonces había en España. El jurado no tuvo que pensar mucho para adjudicar la plaza. Hubo unanimidad.
Cuentan que estando don Martín realizando los ejercicios de la oposición, un contrincante que le oía admirado desde abajo exclamó en uno de los momentos más brillantes, ¡qué manos!; y que junto a él otro al ver la perfección con que hacía sonar al pedalier replicó: ¡y qué pies!
Y así, como quien dice atado de pies y manos, don Martín lleva cincuenta y siete años al servicio musical de la parroquia de San Severino.
Una vida llena de encanto para el que sabe distinguir en la penumbra eterna del coro el magnífico ejemplo de entrega total al arte y al culto.
La catedra de Valmaseda
Al anciano organista se le ilumina la cara cuando recuerda que en sus buenos tiempos llegó a formar en Valmaseda una especie de conservatorio con una sola cátedra; la del órgano; que venían los alumnos de toda España a tomar lecciones de él, y que los representantes de la casa Cavaille-Coll le legaron a ofrecer un pequeño órgano para que pudiera dar sus clases con más comodidad.
Los futuros organistas pasaban emporadas enteras en Valmaseda viviendo en pensiones, y estudiando música en la casa de don Martín y en el coro de la parroquia. Por allí pasaron Grorosarri, que fué organista en Begoña; Azpiazu, que lució su arte en La Habana; Bengoa, el de la Quinta Parroquia; Usobiaga, Eguia, de Bermeo, y otros muchos entre los que destaca la figura del discípulo predilecto Luis Urteaga, actual organista de la parroquia de San Vicente de San Sebastián.
Honores
El año pasado la Villa le impuso su medalla de bronce. Al acto asistieron cientos de amigos y antiguos alumnos. Urteaga actuó como organista, y por la mañana, en la parroquia se cantó la Misa “Mater Inmaculata”, a tres voces mixtas.
Porque don Martín también es compositor. Su producción es abundante. tiene editadas muchas obras para órgano y armonio, para coros y órgano, para banda, e incluso el Himno de Balmaseda. Lo que más fama le ha dado ha sido el “Miserere” compuesto por don Martín en los primeros años del siglo.
Con el “Miserere” de don Martín culmina la manifestación de piedad de Valmaseda en la Semana Santa. El pasado Viernes fue cantado una vez más, con el mismo ritual que en otros años.
Sin embargo, para 1958, se había preparado algo más solemne. Los músicos de Bilbao pensaban en un homenaje filarmónico al venerable organista. Iba a ser celebrado el Domingo de Ramos, pero la coincidencia con los conciertos Sacros bilbaínos impidieron la salida de la orquesta y el homenaje se suspendió cuando el orfeón Valmasedano ya tenía a punto la partitura. Dicen que otro año será sin falta.
Actualmente, don Martín no ha cambiado en nada el ritmo de su vida. Su primer biznieto le trajo a Bilbao hace unos días, pero por lo demás no sale de la capital encartada. Allí tiene sus horas de órgano en la Iglesia y un cúmulo de clases particulares, igual que de joven. No tiene ningún proyecto de descanso. Don Martín nos dijo que estará en su puesto hasta que Dios quiera. Desde los ochenta y seis años (que este año serán ochenta y siete), puede decir sin temor a equivocarse que su vocación ha sido perfectamente definida. Nació en Pamplona el 2 de agosto de 1871, y a los dieciséis años ya era profesor de música. A los 24 fué organista de Beasain y a los treinta tañó por vez primera el alma tensa del Caval, De-Col de San Severino.

Una figura franckiana
Sobre el libro que don Martín abrió ante nosotros había música de César Frank. Un mimetismo pareció entonces que identificaba a don Martín con el viejo maestro de Santa Clotilde. Pero a una indicación nuestra, el de San Severino discurrió por su s propios pentagramas. Era igual, el embrujo persistía.
Todo se nos antojó Franckiano, el estilo musical, la partitura amarillenta, el órgano achacoso, el anciano, el católico fervoroso, el músico desinteresado, sencillo y humilde.
Don Martín tenía prisa; le estaba esperando un alumno,. Le ayudamos a cerrar la consola, y mientras tanto nos dijo que ya era bisabuelo.
Nuestro redactor gráfico, Claudio, había hecho las fotos en el interludio de la conversación: recogía su cámara y ya se disponía a bajar por la escalera crujiente y polvorienta. El anciano le dijo: “¡Cuidado, que es muy inclinada y no tiene barandilla!” Don Martín bajó con soltura como si fuera aquella vez de las oposiciones, hace cincuenta y siete años.
Y se despidió como un niño sin malicia.
-¿Pero que van a decir de mí? Yo sólo soy organista.
Francisco Echanove
*Artículo publicado en el periódico El Correo el 6 de abril de 1958.
Cortesía de El Correo.