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El pasado 5 de diciembre se hacía entrega de los premios del Primer Concurso de Relatos Cortos organizado por la Biblioteca Municipal. En la categoría juvenil el primer y único premio ha sido para Ainara Ruiz González por su obra “Re-Cordis”. En la categoría de personas adultas se han repartido tres premios: el primero para Jennifer Ariño Merino por “El tallista”, el segundo a Inge Merino Peña por “Flores y Raíces” y el tercero a Eneko Ibarzabal Llanos por “Mil años después”.
¡Muchas felicidades a las y los ganadores y muchas gracias por vuestra participación! A continuación publicamos los relatos ganadores:
Re-Cordis

Ainara Ruiz junto al Concejal de Cultura y la Bibliotecaria./ Ainara Ruiz Kultura Zienegotzia eta Liburuzainarekin.
Los humanos tenemos el poder del recuerdo. Aquello que nos permite retener en el corazón todo lo bonito que nuestras manos han tenido que soltar… O por lo menos, en mi caso, todo lo atroz que me han intentado arrebatar. Un recuerdo que, aun sin ser completamente mío, me pertenece y es mi deber avivar ese fuego por mucho que intenten apagarlo.
Pero el cerebro es sabio y sabe guardar la más delicada información en los recovecos más recónditos de nuestra cabeza. Es como una energía que se queda atascada en lo más profundo. Para lo bueno y para lo malo…
Y es así como esa noche volvió a mi corazón. Es así como cada vacío que dejó en mi cuerpo se vio envuelto en escalofríos de emoción, ternura y miedo. Sobre todo miedo. Miedo que me recordaba a mí hermano, a mi abuelo… y a la que se supone que sería mamá. Miedo que me transportaba a la villa. Miedo que se colaba en esos agujeros traicioneros y me hacía entender que, o contaba la verdad, o los bulos y mentiras ahogarían una memoria inocente.
Gracias a sus cartas volví a esa noche del 29 de junio de 1937… o fue la noche la que se vino conmigo, en un paseo eterno bajo las luces de Balmaseda…
Madrid, no me acuerdo el día, no me acuerdo el año.
Para Eloise:
Una canción de cuna que intenta tapar el llanto incansable de una criatura atemorizada. Unas caricias tranquilas en medio del caos.
Así vivimos nuestra última noche en este curioso y rebelde pueblo, con el miedo helándonos los huesos, temblando de rabia y adrenalina.
Se escuchan disparos cada vez que la señorita se calla para cantar el siguiente verso. Gritos de hombres orgullosos y alboroto. Mucho alboroto. Las hogueras que quemarían las banderas iluminan el ayuntamiento… y en el Kolitza se preparan las balas… todo me quita las ganas de mirar por la ventana…
Una ventana que deja ver el interior de una casa ya adormecida. Techos altos y fríos cuyo presupuesto viene de las Américas, según decía papá, pero que desde la muerte de mamá en tu parto no han vuelto a vislumbrar una sonrisa entre sus paredes.
Unos caballos negros tirando de un carruaje de madera vieja interrumpen con un gran estruendo en la entrada de la casa y enseguida la señorita nos levanta del suelo de forma desesperada y tira de nosotros con brusquedad.
Me he dejado la muñeca en el suelo. Mi preciosa y reconfortante muñeca de trapo… pero nadie responde a mis súplicas. Aun a pesar de haberla olvidado ya soy mayor, debería dejar de llorar por tan insignificante juguete… ¿No crees?
Recuerdo como todos corren al carruaje y se lanzan como bestias al interior. Como si fuese de vida o muerte entrar ahí… Tonto de mí… En realidad sí que lo era…
Pero el abuelo no corre. Sus ojos verdosos me miran desde el gran ventanal del salón. Hoy en día me pregunto si estaría llorando. Nunca he visto al abuelo llorar, ni siquiera después de la muerte de su propia hija… ¿Sería esto motivo suficiente? ¿Sería la conquista de Balmaseda y la última mirada de su nieto lo que acabaría rompiendo el corazón del abuelo?… No, no. No puede ser, los hombres no lloran, Roberto. Recuérdalo.
Los caballos avanzan con rapidez y enseguida perdemos de vista el pueblo. Los murmullos de la gente dicen algo sobre Francia, pero yo nunca he estado allí. ¿Tu has estado allí, Eloise? Espero que no pase nada y podamos volver pronto a casa… Seguro que sí. El abuelo se ha quedado dentro, aguardando.
A fin de cuentas, mientras el abuelo permanezca ahí, Balmaseda seguirá siendo nuestra casa.
Que ganas de volver a casa, Eloise.
Un abrazo,
Tu hermano Roberto
La casa sigue en pie, hermanito. El abuelo lo ha conseguido. Hemos vuelto a casa, pero él ya no está dentro.
Quizá ya no seamos sus inquilinos. Quizá ya no sea la misma Balmaseda cuyas calles paseábamos de pequeños, aunque yo no lo recuerde. Quizá todo ha cambiado. Quizá, solo quizá, tu ya no te encuentres a mi lado y nunca te encuentres a ti mismo…
Aun a pesar de yo crecer en un país extranjero, siempre me demostraste que algo te unía con fuerza a este pueblo vasco del que tantas veces hablabas. Las inmensas historias de tu adolescencia no superaban las fronteras por las que ahora camino, aunque hayan pasado 85 años desde nuestra partida.
Cartas y cartas desde la cárcel que cada vez retrataban lo mismo. Un niño atrapado en el cuerpo de un adulto cuya cordura se había ido, o mejor dicho, se había atascado en el mismo día en el que pararon el carruaje donde nos metieron y nos tomaron por fugitivos, sin siquiera saber lo que significaba.
Crecí sola, recibiendo las pocas cartas de un hermano que siempre intentó transmitirme esa magia y ese mensaje de injusticia… Al fin y al cabo, algo de cordura guardabas… El mundo necesita saber que no quisimos huir de casa. Que nadie cambió de bando. Que todo fue una emboscada y desaparecimos de un día para otro sin dejar rastro. Tú en la cárcel. Yo en Francia.
Ahora siento tu fantasma por la gran avenida. Queridos balmasedanos, ¿habéis visto a mi hermano?
¿Habéis visto ese fantasma cuya memoria quiere verdad y justicia? Un alma que no quiere ser olvidada en vano.
¿Habéis visto a ese niño que todavía quiere volver a casa?… Decidle que la guerra civil ha terminado. Decidle que llore lo que nunca ha llorado. Decidle que lo que siempre fue y será su villa está aguardándolo con los brazos abiertos.
Ainara Ruiz González
——
El tallista

Jennifer Ariño junto al Concejal de Cultura y la Bibliotecaria./ Jennifer Ariño Kultura Zinegotzia eta Liburuzainarekin.
Las campanas de la iglesia San Severino tocaban las once cuando el águila real voló en picado hacia la mano enguantada del cetrero, que le ofrecía una atractiva y jugosa recompensa. Aunque los juglares aún no habían dado el pregón oficial, el ambiente festivo ya inundaba cada rincón de la villa de Balmaseda. Músicos, malabaristas, acróbatas, bufones y saltimbanquis animaban a un público que iba creciendo por momentos.
Ane sonrió al salir de su casa en la calle Correría. Parecía que la lluvia con la que los balmasedanos habían lidiado toda la semana les había concedido una tregua y el sol brillaba esplendoroso. La joven inspiró profundamente permitiendo que el aroma del incienso y las especias árabes inundara sus pulmones. Otro año más, tenía lugar la que era su festividad favorita, el Mercado Medieval. Por fin había llegado el fin de semana más ansiado del año. Más tarde se encontraría con sus amigas, pero tenía como ritual salir temprano el sábado a ver los puestos. En las horas centrales, las estrechas calles del casco histórico se plagaban de visitantes y deleitarse con las artesanías expuestas era del todo impracticable.
Ane había estudiado Bellas Artes en Lejona, y, a pesar de dedicarse a la docencia, en su tiempo libre daba rienda suelta a su vena artística creando figuras de loza. Empezó trabajando formas sencillas, como vasijas y jarrones, mas el gusanillo del arte que bullía en su interior le había empujado a realizar obras más finas. Pequeñas flores, hojas y pájaros pintados a mano atestaban el mueble de su salón. Era exigente consigo misma y meticulosa en los detalles, persiguiendo el realismo con pulcros acabados. Soñaba con poder exponer algún día en el Palacio de Horcasitas.
No era de extrañar que su primera parada en el mercado fuera siempre el taller de talla. Ane dirigió sus pasos a la Plaza Marqués de Legarda, donde el viejo tallista cincelaba con precisión un enorme tocón de madera.
– Hola–le saludó la muchacha–, ¿en qué estás trabajando?
– Ah, hola –murmuró el artesano levantando fugazmente la mirada.
Estaba tan sumido en su faena que parecía no haber percibido la presencia de la joven hasta ese instante. Se secó el sudor de la frente antes de ofrecer una explicación.
– Estoy tallando el busto de Martín Mendia. Me gustaría terminarlo para mañana, así podréis verlo antes de la clausura del mercado. Confío en conseguirlo, tengo al modelo ahí enfrente y sabe mantenerse quieto.
Le hizo un guiño con el ojo al tiempo que señalaba con la barbilla la estatua de piedra del indiano y benefactor de la villa fallecido en 1924.
Ane rio su broma y comenzó a curiosear las piezas ya terminadas que reposaban expuestas en el suelo. Se topó con un lauburu y un par de imágenes religiosas. Al posar la vista en la siguiente talla, tuvo un auténtico flechazo. La obra representaba la cabeza de un hombre que Ane no supo reconocer. La expresión de su rostro era de un intenso sufrimiento; sin embargo, irradiaba un magnetismo que la dejó irremediablemente prendada. Las facciones eran tremendamente realistas. Ane quedó fascinada con los detalles, admiraba que el tallista hubiese conseguido tan inmaculados pulidos sin más herramientas que sus rudas manos y un cincel. Ojalá ella supiese provocar tales emociones con sus lozas.
El escultor advirtó que la moza estaba hechizada por aquella pieza tan especial y optó por esperar a que ella tomase la iniciativa.
– ¿Quién es?–inquirió por fin la joven sin poder apartar la vista de la talla.
– Nadie conocido–contestó–. A veces surgen modelos espontáneos en las ciudades que visito. Trabé amistad con ese hombre en Ibiza, era un apasionado del arte. Adquirió una de mis esculturas para su colección privada y accedió a darme varias fotografías suyas para que pudiera tallar su rostro. Estoy seguro de que estaría satisfecho con el resultado.
El semblante del artesano pareció ensombrecerse por un momento, pero enseguida recuperó la compostura.
– Quiero comprarlo–anunció firmemente Ane. Ni siquiera había preguntado por el precio.
– Estupenda decisión. Si me dejas tus señas, mañana por la noche, cuando termine de recoger, te lo acercaré a casa.
– No es necesario–se apresuró a responder–. Vivo aquí al lado. Puedo llevármela ahora mismo. Actuaba bajo el influjo de una obra que la había embelesado y de la cuál no quería ni imaginar separarse.
– Verás, este es mi humilde escaparate–objetó el tallador mientras extendía sus brazos–. Me gustaría que los visitantes del mercado pudiesen contemplar todas mis obras. Es gratificante que otros puedan apreciar el tiempo y el trabajo que invierto en cada talla. Me harías un gran favor si me permitieras mantenerla expuesta hasta mañana.
– Claro–le concedió Ane, que empatizó al momento con sus argumentos.
Sacudió la cabeza en un intento de regresar a la realidad y separó por fin la vista de la intrigante cabeza de madera. Abrió el bolso y sacó una libreta para anotar su dirección. Arrancó la hoja y se la tendió al artesano. Se despidieron hasta el día siguiente y Ane se dejó engullir por la marea humana que llegaba desde la estación del ferrocarril para recorrer los rincones de tan variopinto mercado.
***
– Vaya, Ane, este año no te has comprado ni un anillo. Te noto un poco rácana.
– Ni siquiera pregunté cuánto iba a costarme la talla. No puedo derrochar en abalorios como tú. Ambas estallaron en una sonora carcajada. Era domingo y el sol comenzaba a caer. Ane y su amiga Paula recorrían por enésima vez los puestos del mercado cuyo contenido ya conocían de memoria. Se notaba que había menos gente que por la mañana. Muchos visitantes habían dejado de deambular por las calles para sentarse en un rincón y comer dulces artesanos mientras descansaban las piernas. Las dos amigas se hicieron a un lado para dejar paso a una sensual bailarina que caminaba interpretando la danza del vientre, seguida de un hombre que tocaba la dulzaina mientras una imponente boa se deslizaba alrededor de cuello.
– Tú y el arte… –siguió pinchando Paula una vez que el ruido del séquito hubo cesado–. Espero que al menos te quedes a ver la quema del ayuntamiento, que eso no cuesta dinero.
La representación del incendio de la casa consistorial ya era toda una tradición en el programa. Era el acto de clausura del mercado y los balmasedanos le tenían un especial cariño. Al celebrarse el domingo por la noche, la mayoría de visitantes foráneos ya se habían marchado y eso dotaba al acto de cierta intimidad para el disfrute de los villanos.
Ane y Paula gozaban en la oscuridad de tan majestuoso espectáculo. Ríos de fuego caían al compás de la música de las ventanas del consistorio para convertirse después en remolinos que giraban a toda velocidad. Las luces y el sonido se compenetraban de forma mágica jugando con los sentidos de los espectadores que observaban la edificación en todo su esplendor. Una larguísima traca anunció el final de la exhibición y el público se fundió en un emocionante aplauso que puso el broche de oro a un fin de semana glorioso. Poco a poco, la plaza San Severino se fue vaciando. Ane se despidió de Paula y enfiló la calle Correría en dirección a su casa con la pena de otro mercado terminado. Al día siguiente tenía que trabajar y habría que esperar otro largo año para poderse dejar envolver de nuevo por la magia.
***
Era medianoche cuando el sonido del timbre despertó a Ane, que se había quedado traspuesta en el sofá mientras esperaba al escultor. Había cenado algo de embutido y se había puesto el pijama con intención de meterse en la cama en cuanto recibiera el encargo. Al abrir la puerta y ver de nuevo la talla bajo los brazos del cortador, volvió a estremecerse. Era tan evocadora.
– Pasa–le invitó la joven–, puedes dejarla en el suelo del salón hasta que le busque un sitio definitivo. Quiero que ocupe un lugar especial en la casa. Dime cuánto cuesta para poder pagarte. No te invito a tomar nada porque mañana tengo que madrugar y creo que no me equivoco al pensar que los dos tenemos prisa por descansar.
– En efecto, no te robaré mucho tiempo. Y gracias de corazón por apoyar a los antiguos oficios. Cada vez quedamos menos. Veo que tú también eres una gran artista.
El hombre señaló risueño las estanterías del salón. Ane se sintió halagada al ver que el artesano había reparado en sus piezas de loza y le expresó sus deseos de exponer algún día en el Palacio de Horcasitas. Aguardó a que le indicara la cantidad que le adeudaba y se dio la vuelta para dirigirse a su habitación, donde acostumbraba a guardar el dinero.
No llegó a alcanzar la estancia. Sintió un golpe seco en la nuca y cayó desplomada. Después, todo fue negrura.
***
Los palentinos aún dormían cuando el escultor terminaba de montar su taller, junto al resto de artesanos que compondrían el mercado. Al esparcir sus piezas sobre la Plaza Mayor de Palencia, el tallista no pudo evitar detenerse y admirar unos instantes su última creación.
Era verdaderamente sobrecogedora. La expresión de auténtico pánico en la mirada. La boca torcida en una mueca de súplica. El cabello enmarañado enmarcando un rostro demacrado. Los puños encogidos que parecían hacer aspavientos de dolor. Una auténtica joya que esperaba vender a un precio razonable.
El proceso había sido realmente duro. Retirar la piel le había costado más que en ocasiones anteriores y el estómago le había dado vuelta varias veces. No conseguía entender por qué extraña razón se había encariñado con ella.
En un principio, pensó en revestir de madera solo la cabeza y desechar el resto de materiales, como venía siendo habitual, pero algo lo incitó a atreverse con su primera talla de cuerpo completo. No se había equivocado. Horas de trabajo habían sido necesarias, mas el resultado era indiscutible. A buen seguro atraería las miradas de un buen puñado de visitantes, entendieran o no de arte.
A ella le habría encantado.
Si bien aquello no era ni mucho menos el Palacio de Horcasitas, Ane por fin había cumplido su sueño de protagonizar una exposición. Su obra perduraría por toda la eternidad.
Jennifer Ariño Merino
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Flores y raíces

Inge Merino junto al Concejal de Cultura y la Bibliotecaria/ Inge Merino Kultura Zinegotzia eta LIburuzainarekin.
Caléndulas, geranios y begonias que pasaron de alegrar sus mañanas cada vez que levantaba su persiana a macetas vacías que le recordaban la fugacidad de la vida. Mirari tenía esa imagen clavada en su mente.
Desde hace años Mirari disfrutaba viendo como Tere cuidaba con mimo sus plantas y como Juatxu disfrutaba leyendo un libro entre esa pequeña selva urbana. Ella, toda una vida dedicada a la fábrica de boinas de Balmaseda y él, antiguo ferroviario de La Robla. Eran felices y gozaban de su más que merecida jubilación.
Su piso ahora estaba en venta, la pandemia se llevó por delante su vida y la ventana de Mirari era un recordatorio de ello.
Mirari veía cómo esa fuente inagotable de tiempo con la que creía contar no era real. Hacía 4 meses Mirari había perdido a Anna, su madre, víctima de un cáncer de mama. Anna había sido la única familia de Mirari, junto con Albar, el mejor amigo de su madre desde que ella tenía uso de razón.
Su padre, según le contaba su madre, sólo hizo acto de presencia una noche de desenfreno en Londres. Sobre la familia de su madre sólo sabía que vivían en Hannover y que Anna no hablaba con ellos desde su juventud.
Mirari nunca había sentido especial interés ni por su padre biológico ni por el resto de su familia. Anna y ella siempre habían sido el tándem perfecto y nunca vieron la necesidad de incorporar a nadie a su pequeña familia de dos, a excepción de Albar claro.
Con la muerte de su madre, Mirari heredó todos sus bienes, entre ellos una llave con una nota que decía:
Maitia, sé que nunca has necesitado conocer nada sobre mi pasado antes de que tú llegases al mundo pero me veo en la necesidad de pedirte que, cuando estés preparada, vayas a ver a Albar.
Mirari llevaba con esa llave sobre su mesa de la cocina durante más de 90 días y aún no había sido capaz de visitar a Albar, sabía que ello haría tambalear todos los cimientos sobre los que se sustentaba su persona.
Mirari conocía el espíritu aventurero de su madre, sus viajes por el mundo antes de que ella llegase al mundo, su constante lucha por la justicia,… pero ella no era como Anna. Mirari valoraba la comodidad y la seguridad de lo conocido.
Una mañana, mientras miraba por la ventana y escuchaba en la radio Year Of The Cat de Al Stewart, una de las canciones favoritas de su madre, las macetas vacías de Tere y Juantxu despertaron a Mirari de su letargo. Se calzó con unas deportivas y puso rumbo a casa de Albar, que vivía en Pandozales, junto al desvío hacia la subida al Kolitza.
Tras 30 minutos de camino, algo sudada y con manos temblorosas, Mirari se armó de valor y llamó al timbre de Albar. Él le sonrió y, sin decir ni una palabra, extendió su brazo invitando a Mirari a entrar en su casa.
Una vez acomodados en el sofá frente a la chimenea, Albar se levantó y volvió al cabo de un par de minutos con una caja de caoba. Posó el cofre sobre la mesa y, mirando a los ojos de Mirari, le dijo que su madre le había encomendado su cuidado semanas antes de su fallecimiento.
Mirari no era capaz de pronunciar palabra, sus manos temblaban y sus ojos brillaban. Se armó de valor, sacó la llave que llevaba en su bolso y, tras tomar una fuerte bocanada de aire, introdujo la llave en la cerradura. Tras escuchar un pequeño clac, Albar y Mirari se miraron nerviosos, a la espera de que el secreto que Anna había ocultado durante tanto tiempo y del que había hecho a Albar guardián, fuese revelado.
Una vez abrió la tapa del cofre, Mirari no podía creer lo que veían sus ojos. Era imposible, tenía que estar equivocada sobre lo que creía estar viendo, pero sabía que no lo estaba. Albar, sin embargo, no entendía nada, él solo era capaz de distinguir una pequeña hoja de papel doblada y lo que parecían ser unas monedas antiguas.
Mirari siempre había sido una apasionada del arte, de hecho, desde hacía varios años trabajaba como restauradora para una empresa de Bilbao. Fue precisamente su conocimiento sobre la historia y el arte lo que le permitió distinguir lo que había en el cofre, doblones de oro españoles. Pero ¿por qué su madre tenía en su posesión ese tesoro?
Mirari decidió meter su mano en la caja para sacar la hoja de papel que yacía doblada a la derecha de los doblones. La desdobló y la leyó en alto, para que Albar pudiese conocer también el origen de esas monedas y el motivo por el cual estaban en posesión de Anna.
Querida hija mía, si estás leyendo esto es porque por fin ha llegado el momento de que conozcas más sobre tu historia y sobre tu familia.
Nací en Hannover en 1954 en el seno de una familia estricta y adinerada. Mi infancia no distaba mucho de la de cualquier otra niña de clase acomodada alemana. Mi madre era ama de casa y mi padre catedrático en economía de la prestigiosa universidad Gottfried Wilhelm Leibniz Universität Hannover.
A medida que iba llegando a la adolescencia, mis inquietudes y mis deseos comenzaron a alejarse demasiado de lo que mis padres esperaban de mí. En la década de los 70 me había convertido en una jovencita curiosa, la separación de The Beatles, el estreno de La naranja mecánica, el final de la guerra de Vietnam, entre otros, fueron acontecimientos que hicieron reventar la burbuja en la que mis padres siempre me habían criado.
Una noche de 1976, cuando tenía 22 años, mis padres salieron a cenar y yo me quedé en casa con la excusa de estudiar para mis exámenes de Derecho. Digo excusa porque lo que en realidad quería era entrar en el despacho de mi padre y abrir un baúl al que siempre me había prohibido acercarme. Entré a su despacho y escudriñé cada rincón hasta que di con la llave del baúl, oculto tras un cuadro del monte Feldberg, la cumbre más alta de la Selva Negra.
Abrí el baúl y descubrí un sin fin de reliquias de un valor incalculable, joyas, cuadros y, entre todo ello, estos doblones. Junto a estos tesoros había documentación con datos de personas, recuerdo algunos como Abraham Mizrachi o Yosef Spiel. También pude ver otros documentos que demostraban la vinculación de mis padres al partido nazi. No podía creer lo que tenía ante mi y mi vida se desmoronó de golpe.
Tras varias horas de investigación, concluí que mi padre tenía en su poder un tesoro que se consideraba perdido, ya que formaba parte del inventario que se había hecho público sobre las obras expoliadas a los judíos durante el nazismo.
Esa noche me fui de casa, llevándome conmigo todos los documentos con los datos de los judíos a quienes habían robado su patrimonio junto con las reliquias que pude cargar a cuestas. La vergüenza por ser hija de dos personas que formaron parte de esa barbarie me impidió denunciar a mis padres y dejé la documentación que les incriminaba abandonada en el baúl.
Viajé por el mundo durante años para devolver todos y cada uno de esos recuerdos a aquellas personas a las que mis padres destrozaron la vida, a excepción de estos doblones.
Cuando supe que iba a ser madre, decidí afincarme en Balmaseda y criarte alejada de toda esta nube negra que es mi pasado. Se me agota el tiempo y necesito que seas tú quien acabe con la tarea que un día comencé y que mis sentimientos me impidieron conluír.
Estos doblones pertenecieron a la familia de Albar. Su bisabuelo, Adir Friedman, fue quien los encontró mientras navegaba con su pesquero en aguas colombianas antes de emigrar a Alemania. Durante todos estos años no he tenido el valor de ser yo quien se los entregue, ¿cómo le dices a alguien a quien quieres que eres hija de alguien que no solo asesinó a sangre fría a su familia sino que también les despojó de todos sus bienes?
Lo siento hija mía. Lo siento Albar. Este es mi más oscuro secreto y, a la vez, el más difícil de guardar.
Anna
Albar estaba atónito ante tal revelación. Él sí conocía su origen judío y que, gracias a una prima de su madre, parte de su familia consiguió refugiarse de las garras del nazismo en esa hermosa villa al norte de Bizkaia; otra parte de ella no corrió la misma suerte.
Mirari no sabía ni qué decir, miró a Albar y rompió a llorar. Él la abrazó y tomando los doblones con su mano derecha también rompió a llorar.
Mirari le pidió perdón a Albar por el sufrimiento que su familia materna le había hecho vivir a sus antepasados, le prometió que el legado que le había dejado su madre no terminaba ahí.
Actualmente, los doblones de oro hallados por el bisabuelo de Albar forman parte de una exposición que puede visitarse en el Palacio Horkasitas de Balmaseda. Albar, tras investigar más sobre su historia familiar, expone una vez por semana la historia de los doblones. Mirari lo acompaña contando también su historia familiar y cómo su madre dedicó toda su vida a hacer justicia y luchar por quienes no pudieron hacerlo. Mirari y Albar decidieron hacer un homenaje a Juantxu y Tere , ya que fueron ellos quienes le dieron a Mirari la fuerza suficiente para dejar la cobardía de lado y enfrentarse a la verdad. La exposición se presenta con el título de Flores y Raíces, y está encabezada por dos fotografías, una de 2016 y otra de 2022, que ilustra su balcón.
Inge Merino Peña
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Mil años después
-i-
Estamos en el año 1050 y Balmaseda, que para entonces ya era una plaza importante, está en los planes del nuevo Señor de Bizkaia, Iñigo López.
Iñigo, al que todos conocían por Ezquerra, solo tenía un objetivo, impresionar al Rey de Navarra con la construcción de un castillo en Balmaseda. Después vendrían las murallas y así, se ganaría su favor. La comarca se volvería próspera. El castillo asentaría el poder militar del nuevo gobernador y su linaje perduraría a través de los siglos.
Esta idea pronto se volvería su mayor obsesión. Ezquerra estaba dispuesto a empeñar su fortuna con tal de llamar la atención del Rey. Una noche recordó las historias que su madre le contaba de pequeño, de cómo en Córdoba se encontraban los mejores arquitectos del mundo. A partir de ese momento pensó y pensó, hasta que un día sus esfuerzos dieron resultados.
Ezquerra recibiría una carta del gobernador de Córdoba asegurándole que podría disponer de Yasín, su mejor arquitecto y hombre de confianza durante los últimos veinte años.
La realidad es que Yasín no hacía nada sin su hermana Laila. Habían crecido juntos en Córdoba y su padre, que los amaba por igual, se encargó de que recibiesen la misma educación. Así que pronto partirían en secreto hacía Balmaseda para ponerse al servicio de Ezquerra.
-ii-
Walid, el abuelo de Yasín y Laila, había hecho fortuna fabricando baldosas para el mismísimo califa Al-Mustansir en El Cairo, por lo que ambos conocían qué pigmentos usar para embellecer el castillo de Ezquerra. Su padre también les enseñó a trazar planos con tinta ferrogálica y a realizar los cálculos para levantar grandes edificios, así que un pequeño castillo no les supondría mayor problema. O al menos, eso creían.
Viajaron solos durante 25 días, recorriendo toda la península a caballo, con un solo equipaje, una caja de madera llena de pequeñas vasijas que había pertenecido a su abuelo y que usarían por primera vez para esta ocasión solemne. Cada una traía un mineral triturado, capaz de volver el cemento de distintos colores. La wustita volvía los suelos de color rojo, la azurita de color azul y así, sucesivamente.
Y llegó el día de presentarse ante Ezquerra.
-iii-
Estando frente a su nuevo señor, Yasín pidió ayuda a Leila para desplegar los planos que habían preparado para ejecutar el castillo. Le explicaron vehementemente que aquel castillo sería recordado por su belleza y que tardarían 2 años en construirlo, pero Ezquerra no estaba dispuesto a esperar tanto tiempo, así que les dio un año, alegando que Córdoba perdería el favor de Sancho el Rey de Navarra en caso de incumplimiento. Los dos hermanos aceptaron el encargo con resignación.
Las obras comenzaron rápidamente. Una noche mientras descansan en su tienda, Laila revisa la maleta de madera para ver que todas las vasijas estén bien. El sello de cera en una de ellas estaba roto, así que la separa de las demás con ayuda de sus manos.
Yasín que también está con ella, se sienta a su lado y ambos comienzan a observar la vasija. El sello se rompe y comienza a brotar un vapor negro y denso que termina oscureciendo el ambiente y en mitad de todo aquello, surge un espíritu con forma humana, blanco y brillante. Era un jinn.
Aquel ser los miraba sin parpadear mientras se frotaba las manos. Era escuálido y podían apreciar sus costillas, también los símbolos preislámicos por toda su columna, pero no podían ver por debajo de su cintura. Su pelo era negro y humeante. Su boca era alargada, sin labios y con dientes afilados como dagas. Sus ojos negros no tenían fondo y respiraba con dificultad. Estaban aterrorizados.
El jinn que no era un necio y sabía que los necesitaba, comienza a hablar: – Me conocen como Raas Al-Jann y existo desde el origen los tiempos, estoy a vuestro servicio hasta que uno de vosotros pida un deseo de corazón. Podéis confiar en mí. Instante seguido, susurra unas palabras que parecen persa antiguo, a lo que sigue un resplandor y Raas Al Jann toma la forma de un gorrión.
-iv-
Raas Al-Jann los odiaba secretamente. El abuelo de Yasín y Laila, que trabajó toda su vida para el gran Califa de Egipto, fue también un gran alquimista que utilizó sus conocimientos de la Tabla Esmeralda para encerrarlo en esa vasija. Y aunque el jinn sabía que no se puede controlar lo que nos depara el destino, estaba dispuesto a vengarse de los muchachos.
Laila al ver la transmutación del jinn, regresó por un momento a su infancia, recordó las noches cuidando de su hermano y cómo habían sobrevivido sin ayuda de nadie. Y así, una larga lista de sinsabores, hasta que un día todo cambió.
Quien sería su padre los rescata de la calle y los educa en las mejores escuelas, dándoles por fin, un hogar donde sentirse queridos. La realidad es que Laila y su hermano habían sido huérfanos desde muy pequeños.
Sin embargo, Laila, aún guardaba recuerdos de su madre y en el fondo la anhelaba. Daba gracias al cielo por el amor de su padre, pero una parte de ella sentía un gran vació.
-v-
La construcción del castillo avanzaba rápidamente. El trabajo terminaría cuando la única torre del castillo y la muralla estuviesen terminados. Entonces Ezquerra recibiría su castillo y Yasín y Layla podrían volver a Córdoba y contar a sus amigos su expedición a tierras cristianas.
Durante todos esos días, el gorrión Raas Al-Jann seguía a Laila a todas partes, saltando de hombro a hombro, preguntándole una única cosa: – Laila, ¿Cuál es tu deseo? Laila cada vez que escuchaba al jinn respondía: -Los gorriones no hablan. Y seguía haciendo su trabajo de construcción.
Sin embargo, el jinn urdió secretamente un plan. Una noche, a pocos días de concluir el plazo de Ezquerra, Raas Al-Jann con ayuda de otros jinn, haría temblar la tierra y ocultando la luz de la Luna harían creer a Laila que el castillo se había derrumbado. Entonces, Laila le pediría reconstruir el castillo y así Raas Al-Jann por fin sería libre.
-vi-
La noche antes de que finalizase el plazo, Raas Al-Jann convenció a otros jinn para que le ayudasen a acometer el plan. Lamma, un gran toro alado, voló hasta el cielo y tan solo una de sus alas le bastaron para ocultar la luz de la Luna. Basajaun también acudió a la llamada del jinn e hizo temblar la tierra, tan fuerte que parecía estar sucediendo un terremoto. Raas Al-Jann volvió a su forma y esperó a que Laila saliese de la tienda.
Laila y Yasín que solían dormir en su propia tienda a los pies del castillo, al escuchar los temblores salieron rápidamente y al ver al jinn, le preguntan qué ocurre. Entonces Raas Al-Jann comienza a contar su mentira, cómo estaba descansando en una rama, que de repente el suelo empezó a temblar y vio derrumbarse el castillo delante de sus ojos.
Laila que no se fía del jinn, abre su maleta, extrae polvo de magnesio que enciende en su mano con ayuda de un pedernal y lo lanza a un cubo de agua. Un resplandor de luz proveniente del cubo inunda el cielo, descubriendo que el castillo aún sigue allí.
Laila enojada, que también conocía los secretos de los Alquimistas, recita unos versos enseñados por su abuelo y el jinn queda de nuevo confinado en una de sus vasijas.
Y llega por fin el día de la entrega del castillo. Ezquerra queda ampliamente complacido al ver las murallas y la altura de la torre. Yasín y Laila se sienten felices. Sin embargo, antes de regresar a Cordoba, deciden sepultar la vasija del jinn en uno de los suelos del castillo para que no pueda ser encontrado por nunca jamás.
-viii-
Estamos en el año 2021, y José Luis Solaun, investigador de la UPV, observa en su despacho, una vasija de cerámica con lacre encontrada en las excavaciones del Castillo de Balmaseda, en la que se puede leer Raas Al-Jann...
Eneko Ibarzabal