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I. Galicia Lambarri, “Txipu”, nos ha regalado este relato histórico centrado en las figuras de León Felipe e Irene de Lámbarri. Lo publicamos hoy, al mismo tiempo que el balmasedano blog “Entre Cantones”, a tan solo un día de la inauguración del busto del poeta en la plaza que lleva su nombre. Este acto marcará el broche final de un año de actividades que han tenido el objetivo de dar a conocer la figura de este importante escritor a todos los balmasedanos y balmasedanas, aprovechando la excusa del centenario de su residencia en nuestra Villa.
«El vapor de la nueva y reluciente locomotora se mezclaba y confundía con la espesa niebla vespertina.Era el mes de junio de 1916 y Felipe, zamorano de origen, se decidía a empezar una nueva y honrosa vida en Valmaseda, una hermosa y vetusta villa vizcaína cercana a Bilbao. El rítmico traqueteo del tren y la larga duración del viaje le ayudaron a repasar mentalmente su trayectoria vital, sus 32 intensos y contradictorios años.
De buena familia, aunque su auténtica vocación estaba en el mundo de la farándula y las letras, había cursado estudios de farmacia para contentar a su padre, un notario que deseaba un futuro estable y honrado para su hijo. Sin embargo su brújula biológica se orientaba por el corazón, no por el cerebro, y ya había fracasado en varias boticas, cometido desfalcos, sufrido cárcel… Además de sus dos pesadas maletas de piel también llevaba este clandestino equipaje del que no quería que nadie, en su futura población, tuviera noticia. Iba a empezar una nueva vida. Debía aprovechar la última oportunidad familiar, esta vez protegido por su hermana y su cuñado que, además de proporcionarle calor de hogar, le facilitaron que pudiera regentar una de las farmacias de la villa.
Al cruzar el puente cercano a la estación se quedó extasiado ante la belleza del caudaloso y cristalino río y su asombro creció al contemplar, bajo una fina lluvia, la hermosa Iglesia gótica del siglo XV. Agua y piedras. Movimiento y quietud. Trashumancia y permanencia. Después de tanto éxodo… ¿encontraría la estabilidad?
Se integró en la vida de su nueva residencia, pero no de la manera que correspondía a su clase social y categoría profesional. No tomaba el café ni participaba en las tertulias con el médico, el veterinario, el maestro y el párroco, en el bar de la Plaza de San Severino. Sin embargo no tardó en contactar con el grupo local de teatro, para ensayar obras sencillas con el pueblo llano; gente humilde que tenía intereses artísticos. A pesar de no llegar a los 4.000 habitantes, la villa tenía una animada vida cultural: el citado grupo de teatro, la banda de música… incluso habían tenido la oportunidad de conocer, en los soportales del Ayuntamiento, el recién nacido arte: el cinematógrafo.

Irene de Lámbarri
Ya llevaba dos años de estabilidad (todo un récord), pero la farmacia no marchaba muy bien por varios motivos: por una parte, nuestro protagonista tenía un gran corazón y no podía dejar de suministrar remedios a todo aquel que los necesitara, tuviera dinero o le dijera… “ya le pagaré en cuanto pueda, Don Felipe, que con siete hijos…”. Además, le había brotado una nueva obsesión a la que dedicaba mucho tiempo: escribir poesía.
Llegaba el verano de 1918 y, de repente, apareció ella. Hermosa, elegante, distinguida, donairosa. Bajo el refinado sombrero, fijado a su cabeza con un pañuelo de seda que anudaba con un lazo en su esbelto cuello, se dejaba ver un cabello rubio, ondeado y un rostro de rasgos perfectos, en el que destacaban sus grandes ojos de mirada sensual. La chaqueta entallada marcaba discretamente pechos y cintura y las rotundas caderas se intuían bajo la falda oscura que llegaba hasta sus pies. Guantes, botines y bolso de piel completaban el aristocrático vestuario que no dejaba ver ni un centímetro de su epidermis. Se llamaba Irene y había ido a la villa a pasar el verano, junto con su hermana María, a casa de su tío Silvestre, hombre cuyo célebre e innato mal carácter (decía de sí mismo que era muy bueno… “destetando chiquillos”) se había acentuado, porque la llegada del ferrocarril había afectado muy negativamente a su negocio: la diligencia de caballos que transportaba lugareños y mercancías a Bilbao.
Las dos hermanas habían llegado del Perú, país al que había emigrado Isidro de Lámbarri, su padre, y en el que, en pocos años, había conseguido amasar una gran fortuna. Pertenecían a la clase de los indianos adinerados que abundaban en la zona. Algunos de ellos ya se habían construido suntuosas mansiones en la villa y sufragaban, generosa y desinteresadamente, costosas e importantes obras públicas.
Felipe se fijó en Irene. Aunque físicamente era más bien feo y superaba en unos dos lustros la edad de la joven, tenía el atractivo del hombre maduro, muy culto y de verbo hermoso, rico y fluido. Además, cual Cyrano de Bergerac, le escribía intensos poemas de amor y la pareja comenzó a vivir un secreto y apasionado romance.

Isidro de Lámbarri

Silvestre de Lámbarri
A pesar de las precauciones de Felipe, su pasado carcelario y oscuro ya se había difundido por los mentideros de la villa y también llegó a oídos de Silvestre el rumor del amorío de su sobrina (custodiada bajo su responsabilidad) con el boticario bohemio, farandulero, casquivano y ex presidiario. ¡No lo podía consentir! En cuanto tuvo noticias de la relación fue en su busca y, casi sin intercambiar palabra, pasó bruscamente a las manos y le conminó a que dejara en paz a la joven… por el bien de los dos.
Apaleado y maltrecho decidió cambiar de modo de vida y lugar de residencia. Ya se consideraba más poeta que farmacéutico, más bohemio que acomodado, más rebelde que conformista y las bofetadas del malhumorado Silvestre le sirvieron de revulsivo para dar ese difícil y arriesgado paso. Además Irene debía regresar al Perú y tenía que tomar un barco que la llevaría de Barcelona a El Callao.
Los amantes, cada uno por su lado, dejaron Valmaseda y se volvieron a reunir en Barcelona. El contraste fue inmenso: cambiaron el “gris y adusto pueblo vizcaíno, donde eternamente cae el agua a manta” (había escrito Felipe en un soneto dedicado a la villa) por una ciudad luminosa; las piedras medievales de edificios y calles, por el modernismo de Gaudí que estaba inundando la metrópoli de arte bello, asimétrico y rompedor… Y también se olvidaron de los cotilleos de la pequeña localidad, en donde se controlaba la vida de todo el mundo, para poder vivir libremente en el anonimato de una gran urbe.
Llegaron al Mediterráneo al mismo tiempo que la mejor noticia que se pudiera esperar: la Gran Guerra había terminado el 11 de noviembre. Barcelona ya se había convertido en la capital cultural del mundo durante los cuatro años, tres meses y quince días, que duró la sinrazón. Como estaba en territorio neutral le había tomado el relevo a París, Moscú, Londres y todas las grandes ciudades que se habían visto envueltas en el conflicto mundial. Las inmensas fortunas de la oligarquía catalana (favorecidas e incrementadas por la guerra), y el exilio de artistas de todo el mundo a una ciudad libre de bombardeos, hicieron que las galerías de arte, las salas de cine, los teatros y cabarets, los nuevos edificios públicos y privados, el mobiliario urbano (farolas, bancos, quioscos…), los parques, los comercios… se multiplicaran y compitieran por ser los mejores, los más modernos, los más innovadores.
Irene y Felipe, paseaban su amor, amarraditos, por las Ramblas, compraban fruta en el Mercado de la Boquería (con su recién estrenada cubierta de hierro, tan de moda en esos años), de donde Irene siempre salía con una flor que le regalaba el tendero de turno. También tuvieron la oportunidad de escuchar, en el Gran Teatro del Liceo, al tenor Tito Schipa interpretando la ópera “Werter” de Massenet, en la que el joven protagonista termina suicidándose, por un amor imposible. Lloraron amargamente sintiendo que, a pesar de que Irene había “perdido” el barco en el que debía regresar a Lima, se tenían que separar, probablemente para no volverse a ver nunca más.
Pocos días después, junto al trasatlántico que la llevaría al Pacífico por el Canal de Panamá -inaugurado cuatro años atrás- se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de hilo que tenía bordadas sus iniciales. En la despedida se lo dejó a su amado junto con quinientas pesetas, una auténtica fortuna, para que él pudiera sobrevivir y publicar sus primeras poesías.
La separación era un hecho inevitable, doloroso e irreversible. Cuando el barco se alejó y ya no se divisaba la costa, las cuartillas incendiadas de poemas de amor mil veces releídos, le sirvieron a la bella peruana para secar sus ojos y, en un gesto que pensó que le ayudaría a olvidar, terminaron en las profundidades del Mediterráneo.
En 1920 el poeta publicó su primer libro: “Versos y oraciones de caminante”, firmando como León Felipe. Después llegaron más, con poemas cada vez más rabiosos, más comprometidos. Pasaron años, guerras, exilio en México. Establecido allí como profesor universitario, se convirtió en el “poeta del éxodo y el llanto”. Se casó con Berta Gamboa, también profesora y gran intelectual.
Mientras tanto, en el Perú, Irene volvió a la apacible vida familiar y contrajo matrimonio con el arquitecto de origen ruso Vladimir Mosser.

León Felipe
En 1946 León Felipe, ya famoso, inició una gira por América Latina, leyendo sus poemas. En el Perú, los antiguos amantes se vuelven a ver. El paso de los años y los matrimonios de ambos (por cierto, sin descendencia) hacen que el encuentro sea muy diferente al que vivieron 28 años atrás. Barcelona permanecía en sus cabezas, pero ya no podía estar en sus corazones. Felipe quiso devolverle a Irene el dinero que ella le dejó, pero se negó a aceptarlo. Prefería conservar el bello, filantrópico y clandestino recuerdo, sin prosaicas transacciones económicas. Pero él necesitaba saldar su deuda. Su amor propio no le permitía deber nada a quien tanto había querido y tanto le había ayudado. Las intenciones contrapuestas de ambos se pudieron aunar, cuando el poeta “donó” mil dólares a la Asociación de Damas Caritativas que ella presidía.
En cuanto a los poemas escritos en Valmaseda… Como Irene había hundido los suyos en el agua salada de sus lágrimas y del Mediterráneo, León Felipe solo pudo conservar el soneto dedicado a la villa, en cuyo último verso habla de “la austera estirpe de los rudos vascos”. ¿Se referiría a Silvestre de Lámbarri?»
I. Galicia Lambarri “Txipu”, en Balmaseda, a 15 de diciembre de 2018